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¿Que es Megapraxis? El mundo cambia, y el cambio constante es una de las ideas que conciernen a la Megapraxis, (Heráclito: "Todo fluye"). Otra es su universalidad: es global; hay que analizar todo, explicar todo; no nos conformamos con las partes. La realidad siempre es compleja y la complejidad también es megapráctica. Pero no todo va a ser análisis. Debe haber praxis ¿no? Pues eso, propuestas de acción práctica, que es lo que modifica la realidad. En resumen, conocer mejor la realidad para proponer acciones que la transformen, que la hagan progresar, que sumen “cuantos de progreso”. Pasito a pasito. Es muy simple. Pero no es fácil.

lunes, 28 de mayo de 2012

El juez

Ya llevamos un tiempo sin publicar cuentos de la serie 15M que inauguramos como sin querer hace poco más de un año, y va tocando ya. Antes de empezar recordaremos las palabras de Max Estrella: "El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada". Nunca fue más cierto, ni España estuvo más cerca de la imagen deformada de los espejos cóncavos del Callejón del Gato. Ahí va ese cuento...

El juez
Fue durante una asamblea de barrio cuando, en plena megapraxis, hablando de la correcta administración de los bienes públicos, escuché contar a un anciano la siguiente historia:

"En un país muy, muuuy lejano, hace mucho, muuucho tiempo, había un juez muy, muuuy importante, el jefe de los jueces de aquel reino. Aquel juez era muy muuuy religioso, lo cual no era muy extraño dado que aquel país (cuya Constitución aseguraba que era laico) estaba dominado por la religión, en concreto por una congregación religiosa, y solo si pertenecías a esa congregación podías ser jefe de algo, de los jueces, de los médicos, de los empleados de Correos, de lo que fuera. Ello se explicaba porque, aunque en la Constitución de aquél lejano país se establecía la separación de poderes legislativo, ejecutivo y judicial, ello era una fórmula meramente decorativa sin efecto, pues en la realidad los tres poderes estaban tan imbricados que a los ciudadanos les costaba tanto trabajo distinguirlos como distinguir los nombres de los que los ostentaban. Corrientemente se reunían en una misma familia un juez, un diputado, un alto cargo del gobierno, un prelado y un banquero o magnate, de modo que era harto frecuente encontrarse con los mismos apellidos o combinaciones de ellos en todos los ámbitos del poder. El caso es que por familiaridad, por amistad, y por reciprocidad, los que ostentaban aquellos poderes se favorecían mutuamente todo el tiempo. Los del poder legislativo nombraban a los del ejecutivo y éstos nombraban a los del judicial, los cuales a su vez sobreseían todas las causas en que estaban involucrados los miembros de los dos poderes anteriores en el ejercicio de su mandato, a menudo por hacer uso inadecuado de los fondos del erario público en su propio beneficio y en el de sus amigos y familiares. Esto no solo era frecuente en aquellos que ostentaban los poderes ejecutivo y legislativo, sino también entre los jueces, que se perdonaban entre ellos sus pecadillos con gran indulgencia. Y qué decir de los magnates, banqueros y prelados... En fin, las leyes, benignas con los poderosos, eran sin embargo aplicadas de forma implacable a los gobernados, al pueblo llano, dando lugar a una situación muy muuuy injusta, que indignaba a cualquiera. A cualquiera, claro está, que no perteneciera a las castas del poder. Si aquello no era suficiente, se cambiaban las leyes con tal de permitir que aquella injusta situación prevaleciera. Cuando a los jueces, banqueros, prelados o magnates no les gustaba una ley, simplemente se lo hacían saber a sus amigos y parientes para que la cambiaran. Las reuniones familiares y sociales (cenas, cumpleaños, bodas, comuniones, bautizos, confirmaciones, torneos de golf y cacerías) eran el ámbito idóneo para comunicar la necesidad de cambiar tal o cual ley. A aquel lejano país lo llamaban democracia, pero no lo era. Aquellos gerifaltes creían representar al pueblo, pero la verdad era que no, que no, que no lo representaban. 

El jefe de los jueces de aquel lejano país tenía una obsesión: quería acabar con la prostitución. La sola visión de aquellas lascivas mujeres ofreciéndose medio desnudas le ponía...muuuy enfermo. En los ratos libres que le dejaban sus actividades judiciales (que eran muchos) paseaba por los lugares donde era frecuente observar aquellas hetairas desvergonzadas. "¡Qué ovejas descarriadas!" pensaba. "No sólo se atreven a ofrecerse de aquella guisa en sórdidos prostíbulos, sino, mucho peor...¡en plena calle!"
El caso es que un buen día el juez decidió pasar a la acción, y pensó que lo mejor sería ir personalmente, de incógnito, a retirar putas del mercado carnal. Su objetivo no era retirarlas de la calle, sino lograr su redención total, convenciéndolas de que se arrepintieran de aquella vida pecadora y la abandonaran. El juez no encontró misión más noble ni más abnegada que aquella, y en ello empleó sus mayores esfuerzos desde entonces. Su estrategia consistía en hacerse pasar por cliente. Así conseguía entablar conversación con aquellas pobres pecadoras. Para su misión, seleccionaba a las más lascivas, a las más hundidas en la molicie, precisamente aquellas que más necesitaban una redención. Aquí hay que decir que no tenía mal gusto el juez. El caso es que aquellas grandes pecadoras eran tremendamente exigentes con sus clientes. Para complacerlas y ganarse su confianza, las invitaba a cenar a restaurantes caros y exclusivos locales, las agasajaba con exquisitos regalos, las llevaba de viaje... Aquellas mujeres eran ciertamente insaciables, especialmente cuando comprobaban que el juez estaba dispuesto a gastar importantes sumas con ellas. Cuando creía tener confianza suficiente, el juez se desvelaba como redentor de meretrices y comenzaba a sermonearlas acerca de lo nefasto de su situación como pecadoras, y de la magnanimidad divina cuando se muestra un arrepentimiento sincero. En estas las putas hacían balance, sopesando cuánto más podrían exprimir al panoli del juez, al que terminaban abandonando con frases del tipo "Ahí te quedas con tus sermones, panoli".

Todo aquello era caro hasta para un juez, pero a este no le importaba: aquello era una misión de Dios, y como para este juez todo en la vida era una misión de Dios, incluyendo su trabajo de juez, pues no le costó mucho llegar a la conclusión de que aquellos gastillos que dedicaba a la procelosa misión de retirar prostitutas de lujo de aquella vida pecadora podían ser perfectamente sufragados por el erario público. Al fin y al cabo, estaba haciendo una labor social además de una misión divina, de modo que comenzó a presentar todas aquellas facturas de hoteles, viajes, cenas, regalos, etc como "gastos de viajes, representación y protocolo". Y coló. Unas 20 veces.
A la veintiúna sin embargo apareció un juez traidor, un infiltrado, un enemigo de Dios, que por servidumbres del sistema había entrado de rondón en el Consejo Judicial Superior de aquél lejano país. El juez traidor conoció aquél dispendio de fondos públicos y lo denunció. "¡Qué desfachatez!" "¿Quien se había creído ese pollo? Ni siquiera creía en Dios" (eso lo explicaba todo). "¿De qué familia había salido?" "¿Cómo era posible que entre bodas, comuniones, confirmaciones, bautizos, torneos de golf y cacerías hubiera pasado desapercibido semejante traidor?"
Los demás jueces tranquilizaron a su jefe: "No tienes nada que temer. Es él el que está perdido" "Ese acaba haciéndole compañía a Garçon" (en referencia a otro juez que había osado cuestionar aquel estado de cosas unos meses antes y al que habían inhabilitado los demás jueces, enviándolo muuy muuy lejos de aquel país, ya en si lejano, al exilio). En efecto, en pocos días se archivó la denuncia, se inhabilitó al juez díscolo, que acabó en otro país todavía maaaas lejano. No había indicios de malversación. Curiosamente, la Ley de Control de Gasto Público había sido recientemente modificada para excluir específicamente a las atenciones protocolarias del Consejo Judicial Superior de las correspondientes justificaciones. Por lo demás, a nadie se le ocurrió preguntar qué hacía el jefe de los jueces con aquellas meretrices, en aquellos hoteles, en aquellos restaurantes de lujo. Nadie se preguntó por el por qué de tanto viaje, de tanta cena, de tanto lujo... y que relación guardaba todo aquello con el interés general, para el aquellos jueces trabajaban, y para el que estaban destinados los fondos que empleaba el juez en su cruzada. La clave era la confianza. Los demás jueces confiaban en su jefe. Era de los suyos, un hombre de bien, de buena crianza, como debe ser un juez de los de toda la vida. De misa diaria. De rosario y cilicio, de los que mortificaban su carne. No había duda. Su misión era divina. ¿Quien podía dudarlo?
El buen juez no dio nunca explicaciones de aquello, lo cual era lo normal en aquel país tan lejano en que nadie daba explicaciones de nada. Por lo demás, y dadas las circunstancias favorables, siguió con su vicio, digooo misión: ventidos, ventitrés, venticuatro veces, venticuatro meretrices que lo mandaron a paseo, venticuatro mil Euracos (el Euraco era la moneda de aquel lejano país) del erario público gastados en...redimir putas (sin entrar en la poca eficacia del método empleado por el juez para "redimir putas"). 
Hasta que llegó la veinticinco. Al juez la veinticinco le pilló en un putiferio de postín en pleno carnaval. La máscara que tanto clientes como prostitutas llevaban le daba un toque morboso a todo aquel asunto, pensaba el juez, renegando de aquella fiesta pagana. Puso sus ojos (como no podía ser de otra manera), en la más lasciva de las hetairas allí presentes, quien parecía estar pidiéndole "¡redímeme!", "¡redímeme!" tras aquella máscara. Allá que fue el juez. Motivado, agasajó como nunca a aquella mujer, que mostraba con él una extraña afinidad, difícil de explicar. Decidió llevarla a un hotel de lujo de la ciudad, para hablar con aquella gran pecadora a solas con tranquilidad, a ver si aquella vez tenía más éxito. Le hablaría de la grandeza de María Magdalena, de sus lágrimas de arrepentimiento, del perdón de Cristo. Subieron a la habitación más cara, impresionante, con vistas al mar y ascensor de acceso directo a una playa privada. De la impresión, aquella mujer sufrió (o más bien simuló) un desmayo y cayó en brazos del juez. Aquella situación no hacía sino reafirmarle aún más en lo heroico de su sagrada misión, cuya fase más dura empezaba en ese instante. Con la fortaleza de espíritu que caracterizaba a los miembros de aquella congregación -no digamos si eran, como este juez, numerarios-, venciendo la diabólica tentación que se presentaba ante él en forma de súcubo para seducirle y hacerle caer en el pecado de la carne, creyó llegado el momento de comenzar a persuadir a aquella lasciva  mujer de que dejara de pecar. Cuando iba a extraer del bolsillo de su chaqueta un crucifijo y un hisopo con agua bendita, para rociar por el cuerpo de aquella perdida, ésta, que había simulado el desmayo, sacó del bolso unas esposas y con un movimiento veloz como el rayo esposó al juez a la cama, mientras se quitaba la careta y gritaba: "sal de su cuerpo", "apártate de mí, Satanás". El juez, estupefacto, no podía creer lo que le estaba pasando. Su compañera del Consejo Judicial Superior, la jueza Encarna Poyitos, Encarnita (de los Poyitos de toda la vida), tan numeraria como él en la misma secta -digoo congregación- ultracatólica, , lo había seducido como una vulgar puta, llevándolo a un hotel de lujo y esposándole a la cama. ¿Y a quien estaba telefoneando? ¡Horror! ¡Estaba llamando al Santo Oficio de los Legionarios de los Santos Apóstoles! "Encarna, puedo explicártelo", "¡Encarnaaaaa...!"
El juez no fue denunciado a la policía, sino que fue sometido a la disciplina interna de su congregación, al Santo Oficio. La jueza Encarna Poyitos había sido comisionada por aquél órgano para perseguir cualquier desviación de los miembros de la congregación. El enfermizo interés por las prostitutas del juez había llamado la atención, y hasta el propio Papa había preguntado por el asunto. El juez fue juzgado por ordalía, y además de estar de antemano condenado a vagar eternamente en el infierno, se le "sugirió" abandonar su carrera judicial y el país. Acabó sirviendo mojitos en un paraíso fiscal y carnal, donde, liberado de aquellas ataduras sectarias por fin pudo dar rienda suelta a sus aficiones carnales. Eso sí, tras cada aventura carnal se flagelaba salvajemente, la única costumbre sectaria que nunca pudo abandonar. Encarna sustituyó al juez al frente del Consejo Judicial Superior de aquél país, en el cual las hetairas seguían ejerciendo su antiguo oficio, como siempre".

Cuando el anciano terminó su cuento, explicando que aquello que sucedió en tiempos remotos ya no sucedería más pues afortunadamente hacía muchos, muuuchos años que el mundo había cambiado y dejado atrás la injusticia, varios jóvenes presentes en la Asamblea alzaron la mano para preguntar:
- Anciano compañero ¿qué es una comunión? ¿y un bautizo?
- Anciano compañero ¿qué es un magnate? ¿y un banquero?
- Anciano compañero ¿qué es el catolicismo?
- Anciano compañero ¿qué es una cacería?
- Anciano compañero ¿qué es Correos?
- Anciano compañero ¿qué es un Reino?
- Anciano compañero ¿quien era el Papa?


NOTA AÑADIDA A POSTERIORI (19-6-2012): Habrán adivinado como fuente de inspiracion algún hecho reciente de la actualidad política española. Sin embargo en honor a la verdad hay que decir que el cuento se inspira en varios hechos, uno de los cuales es una noticia que sucedió hace algún tiempo en EE.UU. de un agente del FBI, Robert Hanssen, miembro supernumerario del OPUS DEI, que tenía debilidad por las prostitutas y quiso redimir a unas cuantas, lo cual además de hacerle gastar más dinero de lo prudente, le llevó a poner en serio riesgo la seguridad de su país, por lo que fue detenido y hoy cumple cadena perpetua incondicional en un penal estadounidense. Existe una película sobre este hecho, titulada "Breach" (Brecha), estrenada en 2007.





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